El papel clave del profesional de la Psicología especializado en desapariciones
Cada año se interponen una media de 23.000 denuncias por desaparición de personas en España.
Cada año, se interponen una media de 23.000 denuncias por desaparición de personas en España. Aunque la mayor parte de ellas se resuelve en los primeros días, un número importante de personas permanece durante años en las bases de datos. El impacto que una desaparición supone a todos los niveles no se limita al entorno más cercano de la persona, sino que se extiende a diversos estratos: profesionales, comunidad y sociedad, con especial calado en familiares y allegados. Unas buenas prácticas en la atención dispensada estos últimos, se hace imprescindible por sus beneficios asociados, siendo esencial aquí el papel del/de la profesional de la Psicología, con especialización en materia de desapariciones, tanto en el ámbito de la prevención, como de la intervención y posvención.
Con esta introducción, se presenta un artículo publicado en la revista Papeles del Psicólogo y llevado a cabo por los miembros del Grupo de Trabajo de Intervención Psicológica en Desapariciones del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid (GIPD-COPM), Ana Isabel Álvarez-Aparicio, José María Martínez Fernández, María Patricia Acinas Acinas y Elena Herráez-Collado, a través del cual se recoge una propuesta de protocolo en ámbitos de aplicabilidad de buenas prácticas, incluyendo todas las instancias implicadas en el puzle de una desaparición, y se pone de relieve la importancia del profesional de la Psicología especializado en desapariciones.
Tal y como señalan sus autores, son múltiples las emociones que experimentan familiares y personas allegadas en un caso de desaparición, “transitando por una total incertidumbre, que les hace deambular entre la esperanza de encontrar a su ser querido cuanto antes, el temor a hacerlo en condiciones desfavorables y el deseo de que esa situación, en la que el tiempo parece congelado, tenga un final, aunque esto suponga una resolución fatal para la persona ausente”.
Algunas de las emociones que pueden aparecer con frecuencia son la culpa -por acción u omisión-, la frustración, la impotencia, la tristeza, o la ira, dirigida hacia la persona desaparecida y/o hacia ellos mismos por no haberlo sabido y/o podido evitar, o bien “ante la idea hipotética de actuar de otro modo una vez constatada la ausencia”.
La ira puede manifestarse también hacia una entidad superior por no interceder, o estar dirigida a los profesionales de la intervención, instituciones y autoridades a cargo de la investigación, al considerar que no han recibido el trato correcto por su parte y que no han dedicado el tiempo y los recursos adecuados o suficientes en su caso. Esto último provoca, según los expertos, un agravamiento de su sufrimiento, estigmatización y la consiguiente victimización secundaria.
De acuerdo con la evidencia, la desaparición de personas es una realidad “que puede comprometer gravemente el bienestar y la salud mental de las personas afectadas, así como de los profesionales implicados en la resolución de estas situaciones”.
Concretamente, la desaparición de un ser querido presenta determinadas particularidades en comparación con otros sucesos traumáticos: la falta de certezas, que dificulta el proceso de adaptación y afrontamiento de la situación, y que, junto con la ausencia de ritos que limitan la validación emocional y el apoyo social, hacen que la situación se vuelva aún más complicada, particularmente dolorosa y devastadora.
Las reacciones más frecuentes en estos casos son el duelo prolongado, la depresión y el estrés postraumático, con mayor alteración y presencia de patología que en los casos de fallecimiento.
El artículo subraya que las familias y allegados de personas desaparecidas pueden beneficiarse de la adopción de medidas dirigidas a paliar los efectos del estrés y prevenir su complicación y/o cronificación, el acceso a una atención inmediata y especializada desde los primeros momentos, o la promoción de cambios a nivel institucional y organizacional, para evitar situaciones que generen victimización secundaria (por ej., promover una formación especializada y actualizada de los profesionales).
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